Diatriba contra los currículums literarios
Por Brígido Almendárez*
Entre los gajes insufribles del oficio no hay quizá alguno más representativo que éste: bancarse en silencio la lectura de un currículum larguísimo, repleto de menciones pretenciosas, que abarcan –en el mejor de los casos– una retahíla de premios y becas literarias, o inclusiones en antologías, para el lector de a pie, desconocidas; y en los peores, comentarios aduladores que alguien –inserte aquí el nombre que desee– ha proferido sobre el personaje o libro que tenemos por delante. Hay en ese acto una concepción del lector como un ser necesitado de una hoja de ruta, un desorientado al cual es necesario llevar de la mano al encuentro con un autor o con su obra. Como si el lector necesitara de una boya biográfica confiable para nadar sin miedo ciertas aguas. Pero, siendo francos, la cosa no debería ser tan complicada. La única pregunta válida al enfrentarnos a una obra literaria es relativamente simple: ¿eso que leemos –o escuchamos– tiene o no tiene calidad?
Porque, la idea implícita en la lectura de cualquier currículum obedece a una necesidad más de tipo egocéntrica que literaria. Y en esa dinámica protocolaria, inevitable y absurda al mismo tiempo, no pocas veces el lector se ve timado. Pues, a veces hay mucho más pericia en la elaboración de un currículum o una semblanza, que en todo lo que se trata de hacer pasar como literatura.
Todavía recuerdo la cara horrorizada de cierta poeta española (con la que compartí mesa de lectura en un encuentro) cuando quien la presentaba leía su currículum; «no está actualizado» –me dijo en voz baja, con un enfado en su semblante difícil de disimular–. Con el actualizado se refería a que en el texto no se mencionaban sus premios literarios más recientes. Para la autora española esa omisión resultaba simplemente imperdonable. En ese gesto, en apariencia intrascendente, la poeta hacía evidente la importancia que le concedía a un currículum (el suyo, por supuesto).
Dicha actitud puede incluso alcanzar niveles legendarios; echo mano ahora de una semblanza que leí en un libro –sería injusto llamarle poemario–, en la que un español (Juan de las Cuerdas, llamémosle así), se manda un pequeño monumento a la autocomplacencia: –«Es uno de los aforistas más grandes de España –escribe Juan allí–. Sus libros en este género –señala los libros– han recibido elogios de pensadores tan eminentes como […] –inserte aquí los nombres de los pensadores españoles más eminentes que conozca– y se han convertido, por méritos propios, en lectura obligatoria –ajá, eso dice– para aquellos que prefieran la fusión de una buena literatura con una filosofía disidente». Pero la cosa no termina allí, pues la semblanza cierra regalándonos esta joya: «Su obra poética –suelta los nombres de un par de libros– tiene el reconocimiento de la crítica especializada, dentro y fuera de España». Pareciera que en esas últimas palabras el autor español se blinda contra cualquier comentario que disienta. O lo que viene a ser lo mismo, si algún desprevenido lector no llegara a reconocer la magnitud de la obra que tiene entre las manos, la razón es evidente: dicho lector no forma parte de ese círculo selecto al que el autor llama crítica especializada.
Pero, volviendo al punto, un currículum no puede –o no debe, mejor dicho– ser el parámetro para sopesar la calidad de la escritura. Pues ésta no se sostiene atendiendo únicamente a la aritmética o a las prebendas de tipo literario. Diez o veinte libros en un currículum no avalan más que una sola cosa: la abundancia de tiempo con la que un autor contó para escribirlos. Una ristra de encuentros o menciones en juegos florales de pueblos macondianos, no prueban más que la importancia que ciertas personas le otorgan a la geografía.
¿Cuál entonces el parámetro para medir la calidad de una obra? Aunque parezca obvia, la respuesta no puede emanar más que de la propia obra. Y allí no hay premio que sostenga un mal cuento, u opinión que valide un poema indefendible. Porque, escribir es caminar todo el tiempo sobre una cuerda floja. Y en ese malabar siempre riesgoso, no debería olvidarse que abajo no existe malla alguna. Sólo el cemento frío, desde donde mira –expectante– un buen lector.
*Brígido Almendárez. Es lector. Noctívago. Cultiva un par de limoneros. Extraña a su perro.