Por Brígido Almendárez*
No hay más. La escritura entera se debate entre dos bandos: quienes lo hacen auxiliándose de una computadora, un móvil, una tablet –e incluso esos nostálgicos que todavía desempolvan una vieja Olivetti o una Remigton–; y aquellos que no requieren más que el pulso de la propia mano. Esa extremidad más bien gozosa, tan versátil que lo mismo sirve para propinar un golpe, que para acariciar un hombro o una espalda. Y es que a veces escribir es más cuestión de tacto que de estilo. Porque nadie que haya escrito podría negar que escribir tiene también un costado físico, la experiencia irremplazable de lo sensitivo.
La escritura a mano es, dentro de la experiencia mayor de la escritura, una declaración velada de principios. Se escribe como se cocina, como se recorre una curva en un cuerpo recostado, o como se hunden los dedos en una cabellera. Se escribe así porque no es posible hacerlo de otra forma. Se escribe a mano limpia por una razón que obedece más a la necesidad que a lo pragmático. Pero se escribe siempre. Por un impulso del todo irrenunciable: el vacío absurdo que supondría no hacerlo.
Porque la escritura como experiencia física no es siquiera parecida si se aporrea sin culpa un teclado, que si la mano entra en contacto directo con la pluma, toca el papel. Hay en la escritura manuscrita una simbiosis siempre en marcha, un círculo que va del papel a la pluma, de la pluma al cuerpo. Y en ese círculo se impone una cadencia desprovista de imposturas, el pulso de la mano que viaja por la pluma y conecta mente y cuerpo.
En esa operación –física, sobre todo– escribir se vuelve un acto reflexivo, ya que quien escribe a mano está obligado a pensar muy bien la frase, a desmontarla muchas veces antes de vaciarla en el papel. Aunque a veces, la escritura adquiere vida propia, se subleva, y allí «si una línea no impele a proseguir la siguiente no hay nada que hacer. Ese escritor está muerto»; asegura en un texto sobre la escritura a mano Eusebio Ruvalcaba.
Toda escritura manuscrita encierra entonces un halo de misterio. Lo que se pone en marcha al escribir así es el juego de la mano dando forma. Y en el imperio de la forma hay –como en la vida– algunas más atractivas que otras. Escrituras imán, mapas hechos para el ojo; pero hay también letras prófugas de la connotación, formas emancipadas, garabatos que abrazan su misterio. Porque, como el propio Ruvalcaba afirma: «la escritura a mano constituye un lenguaje cifrado. Nadie la entiende mejor que el propio autor. Como si se tratara de un código. […] El autor es autor y decodificador». O dicho de otro modo: todo manuscrito es cifra y es revelación.
Aunque quizá lo que nos concede esta forma de escribir es la posibilidad única del rastro, el encuentro gozoso con la huella, o la oportunidad de asomarnos al vacío. «A veces al suprimir una palabra imagino otra en su lugar –asegura la poeta Alejandra Pizarnik–, pero sin saber aún su nombre. Entonces a la espera de la palabra deseada, hago en su vacío un dibujo que la alude». El dibujo como sutura, enmienda de la fuga.
Visto así, toda tachadura o borrón sobre la página son en realidad pruebas contundentes de que la escritura es más búsqueda que acierto. Tal vez en eso radica su atractivo: escribir a mano visibiliza el error –o el arrepentimiento–. La barca y el oleaje, en todo caso.
*Brígido Almendárez. Es lector. Noctívago. Cultiva un par de limoneros. Extraña a su perro.