Por Brígido Almendárez*
En la vida hay pocas cosas que no podemos enseñar: a escuchar el agua que desborda en la palabra cántaro; el placer implícito al pisar las hojas secas un otoño, o el gusto por tirarse al pasto con el único propósito de ver partir alguna nube. Ah, y por supuesto, enseñar a escribir un cuento, un poema, una obra de teatro. Si para algo somos absolutamente incompetentes es para inocular lo elemental. Son pocas cosas para las que no tenemos todavía capacidad; enseñar a hacer literatura es, por extraño que parezca, una de ésas.
Lo digo con la certeza, o con la temeridad –mejor dicho– de quien ha tenido a su cargo algunos talleres de escritura. Lo que no niego en mi postura es que se pueda aprender. Lo que rechazo rotundamente es que podamos enseñar a escribir. Porque en literatura enseñar y aprender no van siempre de la mano, para zanjar de tajo: no son la misma cosa.
Lo que vende un taller, cualquier taller de escritura, es la ilusión de que alguien, por currículum –esa cosa extraña que para nada resume la experiencia– tiene la capacidad de enseñar a escribir. Sólo quien ha braceado esas aguas identificará en seguida la inconsistencia de esa oferta. Con lo que se juega en realidad allí, es con la idea de que aprender a escribir es posible. Y lo es. Lo que nunca se aclara es la diferencia imperceptible, pero elemental, entre aprender y enseñar. Nadie que respete el oficio podría ufanarse de enseñar a escribir. Es un sinsentido tan grande como decir que somos capaces de enseñar a caminar, cuando en realidad a lo único que podemos aspirar es a sostener a quien, por sí mismo, ha dado un paso. Y en esa dinámica, el único mérito –si es que existe alguno– de quien dirige un taller literario es identificar quién corre, quién salta, quién camina.
Porque es rarísimo escuchar decir a alguien que aprendió a escribir después de pasar por equis taller de escritura. Difícilmente sucede. Y quien lo afirme, casi seguro está mintiendo. Un escritor es en realidad la suma de su biblioteca, toda la música que habita su cabeza, los días de sol y los de lodo que ha bancado; su épica personal y su fracaso.
Quizá hacer literatura sea uno de los oficios más misteriosos, por no decir inexplicables, que el ser humano haya ejercido. ¿O es que es posible explicar de dónde viene el don para mandarse un verso como un relámpago? ¿O la idea para escribir un cuento que nos vuele la cabeza? ¿De dónde el talento para redactar un ensayo sólido como una piedra, o el ritmo que sostiene a toda buena prosa? La respuesta –obviamente– es que no hay respuesta. Pensar que hay una fórmula y que alguien la posee, es tan absurdo como creer que todo balón que pateemos irá a parar irremediablemente al ángulo; como «si hubiera un remoto parecido entre escribir y hacer goles, o entre escribir y parar un penalti, o entre escribir y caminar por las calles del centro. Si esto que hago –confiesa el escritor Héctor Abad Faciolince– fuera como sumar y restar y elevar al cuadrado; si fuera como rezar y pedir un milagro que no ocurre».
Si le concedemos la razón al escritor colombiano, escribir es, desde cualquier punto de vista, la búsqueda desesperada de un milagro. Y nadie, que no sea capaz de caminar sobre las aguas, podría apropiarse el secreto que ronda ese misterio.
*Brígido Almendárez. Es lector. Noctívago. Cultiva un par de limoneros. Extraña a su perro.